Miguel, los golpes de la vida
Jesús Soler//
La vida de Miguel ha sido una batalla constante. Sin embargo, cuando más derrotado estaba sacó fuerzas para luchar y enmendar todos los errores que había cometido. El boxeo le ha enseñado a ser más fuerte y resistir, a creer en sí mismo cuando había dejado de hacerlo. Este es su combate diario.
Son las ocho de la mañana y el despertador suena como cada lunes, miércoles y viernes. Miguel se levanta motivado al saber lo que le espera. Como un animal de costumbres, inicia su habitual protocolo: aseo y desayuno. Su primera comida del día suele ser siempre la misma: un buen puñado de avena, café y una naranja.
Más tarde, regresa a la habitación a preparar el equipo de entrenamiento. Con esmero mete en la bolsa una camiseta, una pantaloneta, ropa interior de recambio, toalla y chanclas para la ducha y por último, sus armas de guerra —el protector bucal, la comba, vendas para las muñecas y sus guantes azules, a juego con el calzado—. Miguel es un enamorado del boxeo, deporte que practica desde hace dos años, aunque por su habilidad y destreza en el cuadrilátero parece que lleve toda la vida.

A las nueve coge el autobús urbano, porque su centro de entrenamientos se encuentra a las afueras de la ciudad, y en 20 minutos llega a su destino. Allí le espera una dura sesión de una hora y media donde pondrá a prueba su físico. Hoy, el joven púgil de 24 años muestra un cuerpo forjado por el boxeo: atlético, sano, alejado del que llegó a tener años atrás. Viste siempre con ropa deportiva, lleva el pelo corto y una sonrisa. En ocasiones, cuando vuelve de realizar la sesión de entrenamiento, se aprecian ligeras hinchazones en su rostro y en los nudillos. Sin embargo, apenas siente dolor. Ya no.
Como decía Rocky: “no importa lo fuerte que golpees, sino lo fuerte que pueden golpearte”. Miguel ha demostrado que es capaz de resistirlo todo, que lo que le pase en el cuadrilátero no es nada si lo comparas con los golpes que te da la vida. Su pasado ha estado marcado por las drogas, una mancha oscura en su vida que ha conseguido borrar gracias al boxeo. Cuando estaba a punto de besar la lona sacó fuerzas de su interior para reescribir de nuevo su historia.
Un pasado marcado por la adicción
La infancia de este joven fue dura. El divorcio de sus padres cuando apenas contaba con seis años provocó serios desbarajustes en su vida. Las discusiones y los constantes viajes para pasar épocas con uno u otro de sus progenitores acabaron afectando al carácter de Miguel. La falta de unión familiar creó en él un vacío que le hacía sentirse desprotegido. Lo que se convirtió en un problema cuando alcanzó la pubertad.
A los 14 años, el chico tímido, callado, con raya al lado y mirada de cordero comenzó a juntarse con jóvenes algo mayores. Miguel afirma que con aquel grupo de amigos conoció “el lado amargo de la vida” y pasó por su peor etapa.
-Me fui con ellos porque veía que eran temidos y respetados en el pueblo, que transmitían esa imagen de fuerza. Además, estaban muy unidos, y era lo que yo necesitaba. Me acogieron muy bien, pese a ser más pequeño y el único payo.
Miguel dejó de golpe la niñez para integrarse en este grupo de amigos. Había encontrado la calma que buscaba cada día al salir de casa, donde no conseguía encajar. Su hogar, lejos de ser “dulce”, estaba plagado de discusiones entre sus progenitores, donde los gritos y portazos se sucedían. Finalmente, su padre se fue de casa y su madre se hizo cargo de Miguel a la vez que trataba de rehacer su vida. “Los novios de mi madre me daban dinero para que me marchase de casa”.
Como era de esperar, empezó a hacer lo mismo que hacían el resto de compañeros de cuadrilla y no mostró oposición cuando le ofrecieron su primer porro. “Las drogas fueron mi mejor aliado contra la timidez”. Así comenzó a llamar la atención, a ser el protagonista e incluso llegó a tener novia “por malote”. Pero los problemas no tardaron en llegar, y sus malos hábitos salpicaron a su hogar y a su expediente escolar. Las discusiones con su madre y su bajo rendimiento académico eran una constante, pero ya estaba atrapado en la espiral y su salida parecía complicada.
-No era consciente de nada, yo tan solo quería ir drogado. Así no pensaba en nada más. Ni en las discusiones en casa ni en que tenía que estudiar ni en mi falta de autoestima. Todo me parecía bien, nada me importaba. Era una falsa sensación de felicidad, un escudo para todos mis problemas.

El asunto se agravó cuando comenzó a salir de fiesta por la noche. Los porros ya no le bastaban e, impulsado por sus camaradas, empezó a consumir cocaína y anfetaminas. Cada fin de semana volvía a dejarse llevar por el cóctel de tabaco, costo, polvo blanco y speed. Para pagarse esos vicios, recurría a las propinas familiares y, cuando no le llegaba, “hacía pequeños robos en supermercados”. Tan solo le pillaron una vez, y simplemente le hicieron devolver la mercancía. Salió corriendo. “Iba tan colocado que no sabía ni lo que estaba haciendo”, confiesa avergonzado.
Los estudios dejaron de importarle y, aun estando en la E.S.O., dejó de ir a clase, por lo que repitió varios cursos. Su madre quiso que “espabilase” y le ayudó a encontrar trabajo como repartidor de pizzas los fines de semana aunque tan solo aguantó tres días. “Con 16 años padecía fuertes depresiones, no lograba dormir. Había perdido el rumbo por completo”. Fue aquí cuando tocó fondo, cuando fue consciente de su situación y se dio cuenta de que tenía que cambiar, por lo que recurrió a ayuda de psicólogos y a orientación familiar.
La ayuda psicológica fue determinante para que Miguel saliera del agujero en el que se encontraba. Su psicóloga le animó a hacer deporte para dejar atrás los malos hábitos. Así, comenzó a practicar atletismo, que se convirtió en el cabo al que agarrarse para salir del pozo en que estaba inmerso. Poco a poco lo consiguió. Sus calificaciones mejoraron, enderezó el rumbo, aprobó el bachillerato, y dejó de discutir con su madre. Sin embargo, todo tiene un precio, y el suyo fue dejar de hablar.
-Estuve dos años sin hablar. Pensaba que así no me metería en problemas, y como estando callado fue cuando las cosas empezaron a irme bien, decidí seguir. Aguanté dos años, y lo dejé por mi madre, que realmente estaba sufriendo y pagándome el tratamiento. La gente llegó a pensar que realmente era mudo.
Nueva vida en la Universidad
Miguel dejó su pueblo para ir a la Universidad y comenzó a vivir en una residencia de estudiantes, en la que ya lleva cinco años. Cansado de los tratamientos y la medicación, en esa época comenzó a hablar de nuevo y a relacionarse con la gente, lo que le permitió hacer nuevas amistades. El joven buscaba integrarse en su nuevo hogar y comenzó de nuevo a ser un asiduo de las juergas nocturnas. Se convirtió en el foco de atención de sus compañeros. Empezó a ser popular.
En la Universidad se volcó en las fiestas y el alcohol que se desparramaba en aquellos botellones estudiantiles. “Era lo que hacía todo el mundo, y quería ser uno más de ellos”. Fue en esta etapa cuando volvió a fumar, aunque ya solo tabaco. Pese a su frecuente estado de ebriedad nunca más consumió drogas duras.
Los estudios pasaron a un segundo plano y las juergas fueron el eje de su vida. El alcohol como salvoconducto hacia la popularidad, hacia el protagonismo. Se sentía querido y respetado. En su segundo año de carrera, en 2013, se fue a vivir a un piso con dos de sus mejores amigos de la residencia. Dejó de acudir a la Universidad y cambió su aspecto. Similar a sus compañeros de morada, se dejó el pelo más largo, engominado hacia atrás, para lograr esa aura de bebedor bohemio que entonces buscaba.
-Solo vivía para salir de fiesta. A diario íbamos al bar a echar jarras, y durante el fin de semana bebíamos una o dos botellas de güisqui por cabeza al día. Dejé de ir a clase y también de hacer deporte. Tan solo bebía y jugaba a videojuegos.
Su estado de embriaguez era tal que incluso llegó a hacer un examen borracho. “Me acosté a las siete de la mañana y a las diez estaba en el aula. Llevaba todo el pelotazo encima. Fue lamentable”. Sin embargo, siempre supo que no repetiría algunos de sus errores del pasado, y no se le pasó jamás por la cabeza drogarse otra vez. Cansado de su nueva situación, dejó el piso, rompió la relación con sus amigos y regresó de nuevo a la residencia de estudiantes. Para él fue un proceso sencillo, puesto que aquello “no era nada después de todo lo que había pasado años atrás”.
Caer y levantarse una y otra vez
Para superar un problema, lo primero que hay que hacer es reconocerlo. Miguel ya sabía lo que era salir del pozo y estaba convencido de que esta vez no iba a ser diferente, que lo conseguiría con esfuerzo. En este nuevo periodo la fe en Dios llenó el vacío que las drogas, los amigos callejeros, el alcohol y los colegas universitarios habían dejado. Además, contó con el apoyo de su madre, que se volcó en él a partir de su etapa universitaria.
-Tenía que hacerlo, tenía que cambiar y centrarme. Ya no solo por mí que, con más de 20 años, el tiempo empezaba a jugar en mi contra, sino por mi madre, que es la que más ha sufrido con todo. Tenía que hacerlo por ella.
Su carrera universitaria volvió a ser el eje principal de su vida y, además, se apuntó a clases de inglés, a la vez que abandonó los malos hábitos. Para dejar de fumar recurrió al deporte. Comenzó a frecuentar el gimnasio y también a salir a correr. La actividad deportiva se convirtió en el transporte hacia su nueva forma de vida, y de nuevo lo salvó cuando estaba al filo del abismo.
Con la bebida hubo un cambio mucho más radical. Todo comenzó en 2014 con una operación para solucionar sus problemas de tabique nasal, que tenía desviado. Tras la operación notó que algo en su ojo no iba bien, por lo que acudió al oftalmólogo. Sin embargo, allí no le detectaron el problema, y le mandaron al neurólogo. Pasó tres semanas ingresado, donde se le practicaron diversas pruebas, y le detectaron neurosis óptica. El médico fue tajante: si seguía bebiendo, afectaría a sus neuronas, por lo que podría perder la visión de uno de sus ojos. Ante esa tesitura, Miguel no dudó y dejó el alcohol por completo. Hoy lleva ya dos años sobrio, y “da gracias a Dios por hacerle rectificar a tiempo”. Los especialistas no supieron ver el origen de su enfermedad, por lo que el joven universitario sigue sin saber si las drogas son las culpables de todo.
Un futuro guiado por su afición
Con los progresos deportivos mejoró su forma física, así como también sus habilidades sociales y la confianza en sí mismo. El chico tímido que fue en el pasado comenzó a desaparecer, aunque todavía quedaban en él rasgos de desconfianza. Movido por su nueva afición al deporte, además de hacer sus circuitos de pesas y aeróbicos en el gimnasio de la residencia, un día decidió probar a golpear el saco de boxeo que allí había, que hasta entonces había pasado desapercibido para él.

Desde pequeño Miguel admiraba la imagen de fuerza y valentía que transmitían los púgiles pero nunca antes había tenido contacto con el boxeo. Animado por un amigo, decidió apuntarse a unas clases que se impartían en un garaje. Su ilusión se transformó en asombro ante lo que se encontró allí. “Las paredes estaban llenas de esvásticas y otros símbolos de la Alemania de Adolf Hitler”. Se trataba de la sede social de un club de ideología neonazi.
Durante esta etapa, Miguel dejó atrás su pelo engominado y se pasó a la cabeza rapada. “Lo hacía por comodidad y por no sentirme diferente a los demás”. Su ropa también cambió, y comenzó a vestir con vaqueros, botas negras y bomber, al igual que su nuevo círculo de amistades. Entre golpes y charlas doctrinales encontró lo que llevaba toda la vida buscando: un grupo unido y sólido que transmitiese una imagen de fuerza y provocase miedo hacia el exterior.
Su nuevo grupo de amistades era un grupo de chavales con ideas violentas que añoraban los tiempos del Tercer Reich. Recibió una buena acogida y además de quedar para guantear, golpear al saco y hacer esquivas también quedaba con sus nuevos amigos para “ver algún partido de fútbol o simplemente echar unas cervezas después de entrenar”.
-Acudía allí porque me enseñaban a boxear y a hacer deporte, y yo realmente lo pasaba muy bien. El problema era que también pretendían inculcarme sus ideas y llevarme hacia su territorio. Pese a que se portaron muy bien conmigo, empecé a sentirme agobiado y salí.
Los entrenamientos comenzaron a pasar a un segundo plano. Cada sesión se convertía en un mitin con un sinfín de sermones donde intentaban convencer a Miguel para que se afiliase al club, que estaba institucionalmente organizado mediante un partido político. “No quería saber nada de aquello, tan solo quería entrenar”. El alcohol comenzó a ser un elemento cada vez más frecuente en sus reuniones, lo que hacía que se mostrasen más exaltados. “El deporte ya no les importaba. Querían buscar polémica, al fin y al cabo eran unos radicales”.
Todos estos ingredientes formaban un cóctel explosivo que podía reventar en cualquier momento, pero Miguel supo reaccionar a tiempo y se marchó de ese círculo para siempre. Sin embargo, el boxeo le había cautivado. Decidió apuntarse a un gimnasio dedicado exclusivamente al deporte de las 16 cuerdas. Ese cambio supuso el giro definitivo de su vida. Volvió a sentirse de nuevo parte de un grupo, que le respetaba y protegía, que además le inculcaba valores positivos y hábitos saludables. “Me aportaban estabilidad e ilusión de nuevo. Se convirtieron en un apoyo crucial para dejar atrás mis adicciones”. Fruto de su nueva forma de vida llegaron las buenas calificaciones en sus estudios que le permitieron estar centrado en forjarse un porvenir.
El club del noble arte se ha convertido en su familia y no duda en referirse al mismo como “la Universidad de la vida”. Gracias a su entrenador y sus compañeros se siente “mucho más concentrado, motivado e ilusionado” para seguir adelante tanto con sus estudios como con su afición por los guantes. De hecho, Miguel sueña con seguir progresando y poder llegar algún día a ser profesional, algo que él mismo reconoce que “todavía queda lejos”. De momento ya se ha federado y ha disputado su primer combate en una exhibición y, en breves, está previsto que tenga más.
-El boxeo me lo ha dado todo. La unión y el cariño que siento allí no los he visto en ningún sitio. Ahora soy valorado y respetado, por mí mismo y por los demás.
“Duras palabras dichas por un hombre duro”, decían en Rocky. Y lo mismo puede decirse de Miguel, quien años atrás dejó de hablar para escapar de la sociedad y encontrar refugio en su silencio. Hoy expresa su lado más humano con golpes. Lucha por dejar atrás su soledad y su pasado. Todo, según él, “gracias a Dios y al boxeo”, que dan sentido a su vida. Su batalla continúa y, poco a poco, va venciendo asaltos. Como decía el personaje de Stallone, “soportar sin dejar de avanzar. Así es como se gana”.
