Todos los golpes son iguales 

Elena Jiménez Martín//

El boxeo español a través de la figura de José María Gómez Chamón

El caparazón de tortuga –la pose– es la primera lección para torear en el boxeo. La primera victoria; en apariencia, al menos. Luego, los zapatos en oblicuo, los puños en guardia a la altura de los pómulos, “perfiladicos”, el izquierdo ligeramente más elevado que el derecho. La cadena cinética del golpe desde la cadera, tensión en el hombro, impacto y acción violenta. 

Frente a ti hay un cuerpo. Algo más proporcionado, terso, impasible, amorfo, cilíndrico, incorpóreo. La boca del estómago, donde tú la mires. El cráneo, donde tú lo recrees. El tabique, donde tú lo avistes. Tu protección viene de tus manos, de las vueltas de unas vendas en los bajos de unos dedos. Las garras de aprendiz hirvientes, húmedas, embaladas en dos globos, golpean un relleno sin advertencia de peligro o de respuesta. Entre el uno-dos del boxeo –la zurda y la diestra–, los juegos de alturas, los ganchos, el crochet, los saltitos o el recorrido, a una no le da tiempo a pensar en la carne de quién enseña. 

La historia de leyenda viene luego, con la lección medio aprendida, choque de guantes de despedida                 –pupilo a pupilo– y un él desenfadado, anecdótico y de palabras atropellado. Toda su forma y partes (las cicatrices, las lesiones, la actitud, los ropajes) encuentran su explicación en un mismo tema que acaba corriendo pisándose los talones encerrado en un mismo círculo. Todo comienza y finaliza en el boxeo. Incapaz de conservarse el pensamiento, alarga el “nos vemos, hasta el próximo entrenamiento”, seguido de un largo encuentro, con una nueva aclaración: “Estoy consiguiendo mi sueño y, encima, me pagan. Esfuerzo y dedicación. ¿Tú no lo harías? Y aún hay alguno que me dice que si trabajo mucho, que si las novias, que si tengo tiempo”. 

La carne endeblita 

José María Gómez Chamón fue el cuarto en continuar con una tradición inaugurada por el suegro del primer hermano. Parte del franquismo eran los toros, el fútbol y el boxeo. Al primero se acerca hoy para hacer analogías, el segundo lo escogió en la infancia con tal de no quedarse solo, para el tercero estaba dispuesto, mandaba la sangre. Las partijas de la herencia le dieron lo deportivo: el atletismo, el pugilato y otros de afición: el baloncesto, el frontón. El Pelotari -la tienda de muebles compartida- y el don de gentes también le suceden del relevo generacional. Su madre, de 90 años, podría haber parido a trece. Su padre, Venancio Gómez, campeón de España de pelota mano, fue espejo de diez: siete varones y tres mujeres. Veinte años separan a últimos de primeros. Las chicas no iban con el deporte. Los chicos jugaban con balones, saltaban en la cama simulando combates, tropezaban en sus primeros pasos con manoplas por el suelo. 

A los tres años, ya celebraba las veladas ajenas con vítores, palmas, silbidos y las recuerda con la máxima noción que a uno puede le quedar de la infancia. José María era muy poquita cosa y el cuadrilátero que observaba no lo era mucho más. El ring no podía medir menos de 4.90 metros ni más de 6.90; tampoco debía estar a una altura de menos de 91 centímetros ni de más de 1.22 metros. En Zaragoza había por aquel entonces un par de gimnasios. 

José María era un niño atónito por los choques, la actitud esquiva, los pasos de baile. A los doce, por mandato paternal, contenía la acción anhelada con patadas, manos, puños y movimientos propios del karate. José María era enclenque, esmirriado, endeblito, delgaducho, apocado. No creían que fuese a valer para lo de sus anteriores hermanos. Ahí, lo nocivo de una fuerte masculinidad, siempre regida por el bulto en el brazo, el abdomen cuadrado, el anexo en la pantorrilla. A los quince, en 1987, agarró el toro por los cuernos y en confesión matriarcal, cogió la bicicleta -San José-Calle Cánovas- y acudió a la Federación Aragonesa de Boxeo. De vuelta a casa, con la ropa y el sudor listo para el centrifugado, la madre repetía en un bucle preocupado: “Que no se entere tu padre, sobre todo, que no se entere tu padre”. 

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José María Gómez Chamón (izquierda) con cuatro años llevando una camiseta del boxeador Benito Escriche

El cuadrilátero embistió al púgil 

Las peleas en el pugilato se dividen por el peso. Las moscas suelen pesar entre 6 y 10 miligramos. En las categorías del boxeo, una mini mosca pelea con 47 kilos y la mosca entera, sin la reducción, lo hace con los 50. El gallo, pájaro macho, algo más pesado, alcanza los 2 kilos y en el pugilato llega a 54. La pluma, 3 gramos, son tres kilos más, 57 para el luchador, que solo puede combatirse con aquellos de su misma especie. El ascensor reglado se detiene a los 78 kilos, peso semipesado, habiendo pasado previamente por el peso ligero, el superligero, el wélter, el superwelter y, por último, el medio. 

Gómez IV –designado como los reyes en el bautizo del nombre deportivo– cambió el pantaloncito pueril, la camiseta de Escriche boxeador y los zapatitos de domingo por el short holgado, los calcetines hasta la rodilla, las botas, la coquilla, el casco, el protector. Los 10 y los 20 kilos se transformaron, al tiempo, en 60, 63.500, 67; así, hasta llegar a 71 kilos, donde disputó casi toda su carrera. 

 

Gómez IV en el campeonato de España en Benidorm (1993), ganador contra Jon Herrero (Cantabria).

Gómez IV en el campeonato de España en Benidorm (1993), ganador contra Jon Herrero (Cantabria).

Dejaron de llevarlo pronto a la escuela o, más bien, él fue quien la dejó. Le metieron en la empresa familiar, “motazo”, chicas, deportivo, chalet.  La vista le dio el movimiento. También la técnica, instruida por Florentino García, fabricante de campeones como Perico Fernández o Pedro Vaquero. Varias veces canturrea: “Golpean los puños, boxean las piernas”. Con todos los movimientos interiorizados, en 1989, dos años después de traspasar por primera vez las cuerdas del ring, peleó su primer combate en Borja, ya regido por la Federación Aragonesa de Boxeo. 

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Gómez IV con su entrenador Florentino García en Gijón en 1994.

La tierra propia le daba más vértigo que la foránea. Nada más que por el reconocimiento familiar y la gloria de la saga anterior. El Pelotari, la figura paterna, campeón de España de pelota mano, se enteró por las oídas, el cuchicheo, los carteles, la prensa. A él le dijeron: “Ah, que tu hijo boxea”. Y lo único que le dijo: “Ya que te pones, hazlo bien”. No puso el grito en el cielo. No dijo nada más que: “Ya que te pones, hazlo bien”. Hace muchos años –no precisa cuántos– se estilaba que los boxeadores se pusieran el apellido de la madre para que el padre no los reconociera. José María, que se negó a hacerlo, dice que intentó llevarlo con la mayor dignidad posible. Con 18 años, campeón de Aragón; con 19, subcampeón de España; con 20 en la Selección Española; con 24, contrato y rechazo de una oportunidad en Inglaterra. A los 33, como Evangelista, despoja los guantes. 

“Cuando empiezas las imágenes son muy vagas. Al principio es todo una nube y conforme te vas haciendo veterano, vas recordando más cosas”, revela. Por eso, cuando ansío crónicas de luchas, no hay escenas sino años. Los 90 en Algeciras fueron la cumbre. Primero vinieron el bronce, la plata y dos triunfos nacionales. El oro, ser campeón, lo logró tres años después. 

Una pelea dura tres asaltos de tres minutos. La tensión y el silencio permanecen hasta que el sonido de la campana da comienzo al primer round. Ahí empieza la verdadera gresca. Cinco jueces vigilantes, dos entrenadores con la misma alerta. El traje de camarero y la pajarita clásica del árbitro contrastan con la suciedad de los torsos, del líquido rojo, de las heridas, de la lona. O todo lo pierdes, o todo lo ganas. El todo, sin Selección que te ampare, son unos 60€, convertidos de las pesetas españolas de hace treinta años. El todo, con la institución protectora, llega a 600€. Sin embargo, ya no cuenta “solo” molerte los huesos, también lo hace la medalla, los combates, la estancia, el mes. 

La bolsa es mayor conforme asciendes en el mapa. Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, Dinamarca, Suecia. Allí pueden entregar el cuerpo íntegro. En cambio, aquí, han de conservar funcional alguna parte para pluriemplearse, compaginar el “amateurismo” con otra cosa. “Allí tienes boxeo en prime time. 10 de la noche. Aquí falta. Faltan las televisiones. Falta el dinero. Son los medios los que tienen que impulsar ese cambio –reivindica José María–. Cuando existía Canal +, muchos –entre ellos yo– nos levantábamos de madrugada a ver combates de Mike Tyson, Poli Díaz… Era una ceremonia. Al día siguiente todo el mundo hablaba de eso”. 

El desgarramiento contra el asfalto 

El cristal cibernético se ilumina. Las fotos de recuerdos de Facebook comienzan a desfilar por el ancho y alto de una pantalla dedicada en su normalidad cotidiana a comprar armarios, mesas, lámparas y todo tipo de inmobiliario. Estamos en la trastienda de El Pelotari. Cada “desliza” por el álbum funciona como un tocadiscos de bar antiguo: según la tecla que se presione, se obtiene una música diferente. En una de las primeras que proyecta, sale abrazado con Raúl Trapero, boxeador olímpico y, para él, una figura a emular. Campeones, entrenadores, ex boxeadores. Todos pasan por sus brazos. Las familiares, solo son con su hijo. Una en especial, le hace parar el ratón. Con tan solo unos pocos días, un amigo, otro triunfador, le regaló unos pequeños guantes de boxeo que colgarse al cuello, obsequio de recién nacido.  Hoy, y desde hace un par de meses, para dejar los videojuegos, “las maquinitas”, entrena con él y otra chiquillería de entre 6 y 11 años. 

Raúl-Trapero

José María Gómez Chamón y Raúl Trapero en mayo de 2010

Las mejillas le brillan y los ojos se le achican cuando despliega por la mesa los papeles que guarda en una carpeta tamaño folio, color granate. Un recorte del 76 –ya amarilleado– de sus mayores, los créditos que le permiten la enseñanza, la Guía 2009 de las Federaciones Deportivas Aragonesas con la hoja doblada donde participa como presidente, los pesos olímpicos –hoy modificados a raíz del boxeo femenino–, apuntes de su ex entrenador… Todo lo valioso queda vigente con sus impresos. “Yo he ido recopilando todo aquí. A veces metiendo solo mi nombre, a veces he tenido que buscar más…”. Y lee: “En el Mundo Deportivo, año 90: Gómez Chamón (Aragón), subcampeón de España contra Guzmán (Madrid). Peso Welter, 67 kilos”.  

Los rituales antes del ascenso al cuadrilátero no eran muchos. Si era en casa, a veces le tranquilizaba rezar en el Pilar. Si era fuera –se ha recorrido casi toda la península– seguía las órdenes de mamá: “Antes de marcharte, entra a la habitación y dale un besito a tu padre”. Y entraba, de madrugada, o a la hora que fuera, y lo hacía. En la Selección duró tres meses. Dice que algo sí se arrepiente de haberla dejado, que con veinte años la cabeza no está donde tiene que estar. De Madrid, de estar inscrito en el torneo internacional de Verona, volvió a Zaragoza. Quizás, el detonante fue el calor familiar, el aislamiento, la edad o los entrenamientos tres veces al día, los siete días de la semana. Dice que con veinte años uno se cree que se va a comer el mundo, y hasta que no llega a los treinta y cinco o a los cuarenta, no se da cuenta de que no sabe nada de la vida. 

El destello lo sofocó un accidente de coche, camino de la carretera de Logroño. La sensación de desgarramiento, del cuerpo en carne viva, de las gasas, de las vendas no era la primera vez que la tenía. Pero, el choque, esta vez, había sido contra el asfalto. La fractura le llegó a brazos y piernas. “Por un minuto no me maté. El médico, al enterarse de mi profesión, me dijo muy claro que me quedase contento si podía hacer una vida normal. Después de la rehabilitación, seguí entrenando. Yo quería hacer como el torero, dos corridas más y me retiro”. La primera embestida fue en Zaragoza, la segunda en Alagón. “Con el penúltimo combate, me costó una semana recuperarme del todo”, explica algo pausado, con las palabras cayendo. 

Esto no es un ring sino un quemagrasas 

Mi sesión de entrenamiento es la última de un día que ha comenzado a las siete de la mañana y acaba casi a las diez de la noche. Las carreras populares y la nueva profesión –no menos intensiva, no menos feroz– fue lo que le llenó tras el cambio de escenario. La desorientación, el vacío, suponía tanto o más riesgo que quedar KO y sentir el dolor inmóvil del peso físico. La maestría del fitboxing, boxeo sin contacto (o cualquier variable anglicista y moderna con la que se quiera denominar) lo alterna con sus enseñanzas en un club de competición, la Asociación Deportiva Indesport.  

Ya de entrenador, con el título regional sacado en el 98 y el nacional en el 2009, visitó Cuba con tres de sus pupilos. 25 días pasó en el Campo de Entrenamiento, más bien entrenando él porque la Isla, que acumula 37 títulos olímpicos, 76 mundiales, guarda aún en su legislación muchos noes. Entre ellos, se niega a tener visitas en sus entrenamientos, pero también, rechaza que las mujeres suban a un cuadrilátero rodeado de cuerdas, sangre y sudor. 

El boxeo, y muchos otros deportes reservados tradicionalmente a la masculinidad, han prohibido durante décadas la entrada (si no lo hacen todavía hoy) a las mujeres en sus espacios. En el grupo de doce, la clase que yo presencio, están muchas de esas mujeres listas, guapas, limpias y, también peleonas, que han podido acceder al deporte gracias a aquellas otras que no pararon de hacer aspavientos hasta lograr ser vistas. El crecimiento del boxeo femenino no es un verdadero boom. El boom se repite y vuelve a sonar porque las historias carecen de relevancia en el espectro público, se olvidan y vuelven a presentarse como nuevas. En el grupo de doce, la clase que yo presencio, están muchas de esas mujeres listas, guapas, limpias, y también peleonas. Con ellas se comparten los porqués, los consejos. La primera lección, recordada por José María en cada clase: “sujeta el saco con el hombro, cuidado con el pecho, evita hacerte daño”. 

Esto no es un ring sino un quemagrasas. La fila de guantes de colores lo indica. Gómez IV, que dejó las alturas, pero nunca ha abandonado el título, observa, corrige, da las pautas. “¿No te gusta bailar o es que te da vergüenza?”, me pregunta. El espejo lo confirma de manera cruda: soy una persona estática. Lo peor es ver como todos brincan dando saltitos de mal humor. Flexiono un poco las rodillas, ensayo el paso adelante, levanto ligeramente el talón derecho, hago el amago del baile, disimulo con la mano recta, esquivo y adiós muelas. El único paso que se libra de mi estética de aficionada es el crochet izquierdo. 

En los últimos minutos las cosas aún se ponen más serias. Dos rounds de cuarenta segundos. Manos rectas, sin recuperar la guardia, solo golpes, golpes y más golpes. Como escribe la periodista Silvia Cruz –con su predilección hacia el flamenco y el boxeo–, “lo que gusta, da placer; lo que apasiona, te interroga”. Por eso, no puedo evitar mirar de reojo los golpazos surgidos de la técnica y experiencia de quién tengo al lado. Cuando el temporizador se agota, casi he dejado de sentir mis brazos delgaduchos, menudos, escuchimizados. José María, que se pasa la clase mostrando sin guantes, agarra los armatostes rojos y desgastados del suelo y se los coloca para concedernos un final glorioso: un golpe de puño, una enhorabuena por el trabajo bien hecho.

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