Moraleja de un gol en el minuto 109
Ana Baquerizo//
El triunfo de Portugal fue de los negros, de los blancos y de los tostados. De los que nacieron fuera y de los que nacieron dentro. De los que tienen y no tienen dinero. Porque todos forman parte de un país que, todavía emocionado, sigue celebrando el gol de su antihéroe.
Qué radiante está Lisboa. Con todas esas banderas que lucen suspendidas en los balcones, en las ventanas y hasta en los escaparates de todo tipo de negocios. Presentes en ópticas, tiendas de alimentación, de bisutería, restaurantes, todo a un euro… por dondequiera. Veo a un repartidor de pizzas que ha tapado el logotipo de la empresa en su moto para pegar una bandera portuguesa. En el cine, antes de que empiece la película, felicitan a los espectadores por la victoria. En la televisión, han emitido varias veces la final y siguen sucediéndose debates y programas especiales sobre la gran hazaña de la selección de fútbol y la vida de sus jugadores, llamados ahora “héroes nacionales”. Y, por si todavía quedara algún despistado, el metro de Lisboa lo recuerda por megafonía y en los carteles informativos: Portugal, campeão europeu de futebol. Parabéns.
«Esta mañana, me he despertado y me han empezado a caer lágrimas otra vez», decía un joven a otro en la calle, el día posterior a la final. Los seguidores, antes incrédulos, ahora transforman el brotar de sus instintos de diferentes maneras. Incluso, al ritmo de haka, la típica danza guerrera neozelandesa.
Es sabido que este país de poco más de diez millones de habitantes no atraviesa su mejor momento. Y, de no ser por una acumulación de circunstancias afortunadas, una selección cuyo juego no brillaba y que, abonada a las prórrogas y los penaltis —solo ganó un partido en el tiempo reglamentario—, tampoco hubiera destacado. Sin embargo, la gran ocasión que suponía estar en una final doce años después de aquella Euro 2004 era mayor que todo eso. Miles de personas reunidas, con la cara pintada, entonando el cántico más popular de la afición estos días: ese que, precisamente, admite que poco les importa jugar bien o mal, “lo que queremos es llevar la copa para nuestro Portugal”. En este último nombre propio, el ímpetu. La exaltación unísona en un conjunto de gargantas deseosas de urdir un fervor al que, al principio, me sentía ajena y luego ya no tanto. Muchas de ellas se congregaron para ver la final en los dos lugares de Lisboa donde había pantallas gigantes.
Alameda, uno de esos espacios —verde, extenso, alargado, con una gran fuente en una punta y una facultad en la otra—, era la definición de fiesta. Como los propios vecinos confiesan, ganar una final a Francia en su casa no era lo que se contemplaba en la quiniela. Pero ahí vivieron una versión futbolística de David contra Goliat en la que la piedra fue lanzada en el minuto 109 por uno de los jugadores menos populares, de nombre Ederzito.
En pocos segundos me vi abrazada, empujada, incluida en un corro de gente que saltaba agarrada y que no conocía de nada. El alborozo de todos y todas, incluidos aquellos que se suelen quedar excluidos: algunas personas sin techo también se acercaron a ese espacio público para ver la final. Otras, como las que duermen en el cercano Mercado de Arroios, se quedaron guardando el sitio y los enseres en su recoveco hecho hogar. Desde ahí, un señor gritaba mientras agitaba una gorra roja y verde. Quienes pasaban por delante le contestaban. El sonido de las bocinas de los coches propagándose en el aire. Algarada. Comunión.

Después de tal alegría, había que subir a los altares al David de Portugal, aunque antes pensaron en pedirle perdón. Éder, el jugador más criticado de la selección. Grandón y patilargo. Entraba serio, con su pelo trenzado recogido atrás, en el minuto 79 entre los murmullos críticos de los espectadores. Cuando marcó el gol, el comentarista de la televisión pública exclamó un «Éder, quién lo diría». Así que el pueblo se redimió creando una página para pedirle disculpas y Portugal no solo ganó un ídolo sino que se dio la oportunidad de conocer y reconocer una historia de vida. Éder, que dedicó el gol a su psicóloga, fue traído de pequeño de su Guinea Bissau natal al norte de Portugal por su padre, quien lo abandonó a los siete años y ahora está preso en Inglaterra, condenado por un asesinato machista.
Qué de cosas han aprendido —o, al menos, deberían— los portugueses de esta Eurocopa, en la que la victoria del país ha sido también la victoria de sus minorías. Mientras veía el regreso de los jugadores con la copa y el tradicional recorrido por las calles de la capital en autobús, recordaba mi conversación con una de las encargadas de la Cruz Roja Portuguesa, Joana Rodrigues, hace más o menos un año. Hablaba de inmigración y racismo. De cómo un país históricamente emisor de migrantes cuya diáspora, según los datos oficiales, supera los cuatro millones —el 40% de los habitantes del país— se mostraba también reticente a la integración de los extranjeros, sobre todo de raza negra. Sin embargo, esta selección nunca se hubiera paseado con la copa por las calles de Lisboa de no ser por ellos: del guineano Éder, del descendiente de caboverdianos Renato Sanches, del brasileño Pepe. Y también de un gitano, Quaresma. Todos ellos aclamadísimos —con permiso de Cristiano Ronaldo— en el paseo triunfal. Todos ellos como parte importante de Portugal, así como Portugal es parte importante de todos ellos.

En conjunto, han conseguido volver a reivindicar su país en el mapa. Ante ellos mismos, ante las riadas de turistas que pasean por sus calles empedradas, comen pastel de nata y escuchan sus fados y, en cierta forma, hasta en el panorama político. Su Ministro de Finanzas se presentó en el Eurogrupo con una bufanda de la selección, en un momento de tensión cuando la Unión Europea se está pensando si sancionar a Portugal y España por incumplimiento del déficit. Un orgullo patrio que, además de alegría y de fiesta, como muchas veces ocurre en el deporte, viene acompañado de una buena dosis de moraleja: ¿veis es de una selección a la que nadie tomaba en serio? Ganó. Y fue gracias a los negros y gitanos que consideráis portugueses de segunda.