Rock and Roll en el Metropolitano

David Miranda //

La excelencia no está hecha para todo el mundo. Una vez se experimenta la sensación de dominar el mundo, conformarse con menos no es suficiente para las pulsiones internas del ser humano. El Atlético de Madrid lleva casi una década abonado a una excelencia que, además de deportiva, era identitaria, familiar y emocional. Sin darse cuenta de que todo tiene una fecha de caducidad, el club rojiblanco ha construido un transatlántico capitaneado por el Cholo Simeone que se niega a abandonar el barco según se acerca el iceberg. Por suerte.

El final de la liga supone el adiós de unas figuras que han hecho grande al Atleti cuando nadie creía en ellos, esos guerreros que hicieron disfrutar a la afición rojiblanca de una de sus mejores etapas de la historia. Se va la vieja guardia en lo que era la crónica de una muerte anunciada – Juanfran, Filipe, Godín… qué hacer sin Godín – y queda la nada. El corazón del Atleti late menos sin sus líderes y va directo a la reconstrucción más profunda.

El equipo necesita nuevos luchadores que bailen al son del rock and roll que plantea el Cholo, que ahora ve cómo su vocalista también abandona a mitad de concierto. Porque el Atlético de Madrid, sin una Champions, es un proyecto inacabado. Y Griezmann es ese verso libre capaz de ganar un campeonato él solo, pero también de armar un circo mediático para decidir su futuro. El caso de La Decisión dolió mucho a la familia atlética, por el desengaño, pero también por la duda que sembró.

Por esto, un año después, la despedida del Principito es una de las más frías y asépticas que se recuerdan. Tras cinco temporadas, la ruptura es meramente deportiva. Adiós, muchas gracias y cierra la puerta al salir. Y esto dice mucho, tanto del francés como del club. No nos engañemos, cuando le reduces la cláusula de rescisión a 120 millones de euros a uno de los mejores jugadores del mundo le estás enseñando la puerta de salida.

Porque Antoine siempre ha bailado otro beat, tanto dentro como fuera del campo. Sin dudar ni un ápice de su profesionalidad durante sus cinco años en el Atleti, es uno de los pocos jugadores que tienen el talento suficiente para entender el fútbol de manera diferente a los demás. Y con la vida le pasa lo mismo. Porque es un hombre de negocios que tiene un talento especial para divertirse dándole patadas al balón.

Tras cerrar una etapa brillante como club, la afición siente la marcha de Godín y su guardia real, mientras que a Griezmann solo le echa de menos el Cholo. Cuestión de carácter, afinidad o desencanto, vete tú a saber. Sin los pilares base, sin la gran estrella y con el futuro en el alero, el Atlético enfrenta un verano clave para la entidad y, sobre todo, para su identidad.

Porque, para bien o para mal, el Atleti es un club diferente y su hinchada también. Es lo que tiene dar las llaves del club a Simeone: con él se toca al unísono una música que no todo el mundo es capaz de interpretar.

Toca pescar en aguas revueltas, traer a medio equipo y construir identidad a partir de unas piezas fundacionales que se dejan querer por los cantos de sirena. Porque no es una novedad que media Europa se pelea por Rodrigo y que Thomas levanta pasiones en la Premier League.

El Atlético de Madrid afronta su madurez igual que cuando un joven se independiza de sus padres. Le toca dar un salto al vacío con más incógnitas que certezas, como equipo y como familia. La competitividad muere cuando no encuentra su identidad, y el Atlético necesita este verano para replantearse el futuro y, sobre todo, encontrarse a ellos mismos.

La decisión está clara, pero no por ello es menos complicada: ¿Seguir adaptando su orquesta al fútbol moderno o seguir siendo esa banda de rock and roll que resiste ante la nueva ola de fútbol creativo?

No creo que veamos nunca a este equipo tocar música comercial, porque siempre quedará Simeone, que llorará al francés como cuando un padre asume la marcha de su hijo pródigo. Y allí donde vaya Griezmann, le avalarán las lágrimas de uno de los mejores entrenadores de su época. Toca hilar fino si el barco quiere llegar a buen puerto, pero ahora ya no hay margen de error.

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