Soledad 2.0

Marina Tarragual//

Somos seres sociales por naturaleza y necesitamos de otros para sentirnos completos. Estar siempre rodeados de gente también puede resultar abrumador y, de vez en cuando, nos urge pasar un rato a solas. La soledad elegida es la mejor forma de entrar en contacto con nosotros mismos y en muchas ocasiones resulta ser una gran fuente de inspiración. Pero hay veces en las que la soledad no se elige, nos invade. Llega sigilosa y, a menudo, para quedarse. Resulta paradójico que ahora, cuando más interconectados estamos gracias a Internet, se hable del aislamiento social como una nueva pandemia.

A diferencia de muchos otros seres del reino animal, las personas dependemos de nuestros semejantes desde que nacemos. ¿Quién no ha visto alguna vez las entrañables imágenes de cómo las pequeñas tortugas marinas, tras salir del cascarón, cruzan en grupo la arena de la playa, sorteando a todo tipo de depredadores, para llegar al mar? ¿Se imaginan a un bebé abandonando la incubadora por decisión propia al sentirse del todo preparado para conocer el mundo y sobrevivir por su cuenta a la ley del más fuerte?

En nuestros primeros años, necesitamos que alguien nos proteja y ejerza de guía en la vida, generalmente los padres. Pero, una vez que nos valemos por nosotros mismos, la necesidad de interacción con otros no termina. Nuestro círculo social aumenta al mismo ritmo que nuestra edad y, como se dice en tantos pies de foto de Instagram, “los amigos son la familia que se escoge”. A través del intercambio con esas personas que elegimos, vamos construyendo nuestra propia identidad. Esto se recoge en el concepto de socialización que Guy Rocher define como “el proceso por el que una persona interioriza los elementos socioculturales de su medio ambiente, los integra a su personalidad y se adapta así al entorno social”. Es decir, que todo lo que hacemos tiene como fin último nuestra integración en el grupo. ¿Dónde quedan entonces las personas solitarias que no saben o no quieren participar en la sociedad?

La idea de grupo es tan antigua como la propia humanidad. Los primeros seres humanos se agrupaban de forma instintiva por necesidades comunes: desde buscar alimentos hasta defenderse de animales salvajes. Seguro que ya por aquel entonces existían outsiders de la tribu que o bien rechazaban al resto de neandertales o eran ellos los rechazados. Este matiz es clave porque es lo que diferencia los dos tipos de soledad existentes: la voluntaria y la obligada. Aunque la mismísima RAE incluye esta distinción en su definición de soledad, nuestro idioma no es tan preciso en este tema como el inglés. La lengua anglosajona no solo distingue entre to be alone —estar solo— y to be lonely —sentirse solo—, sino que tiene un término diferente para cada tipo de soledad. El diccionario Oxford describe solitude como “la situación de estar solo” y loneliness como “la tristeza provocada por la ausencia de compañía”. Hannah Arendt insistía también en esta separación en Los orígenes del totalitarismo. Por un lado, el hombre que está solo, con sus pensamientos, por voluntad propia; y por otro, aquel que se siente solo rodeado de personas con las que es incapaz de establecer contacto.

Puede que, hasta ahora, en España no nos haya hecho falta ser tan exquisitos con la lengua para describir a una persona sola. No obstante, la expresión aislamiento socialsocial withdrawal—, que hace referencia a la ausencia involuntaria de contactos sociales, es cada vez más frecuente en los medios españoles. Seremos la fiesta de Europa, pero aquí el número de personas que dice sentirse sola, sobre todo personas mayores, también ha aumentado. Seremos el país con más bares del mundo, pero de poco nos sirve si ahora entre dos individuos sentados a la mesa, además de las copas, están también las pantallas.

Del genio al fracasado

La soledad es un lugar común en la cultura y un tema recurrente en el trabajo de muchos artistas: desde Schopenhauer hasta Sofia Coppola, pasando por Dickinson, Woolf, Hopper, Borges, Hemingway, Salinger, García Márquez, Kubrick o Auster. Todos ellos encontraron inspiración en ella y, probablemente, también la practicaran. La soledad es transversal y no discrimina por edad, género, país ni clase social. Permite que cualquiera se pueda identificar con la obra en cuestión, puesto que todos alguna vez nos hemos sentido solos. Incluso se podría decir que es una sensación inherente al ser humano.

Por este motivo, es un error ver la soledad como algo ajeno. No nos gusta que se nos asocie a ella porque suele tener una carga negativa. Lo solitario no suele inspirar confianza y se debe a los continuos topicazos de la ficción. En muchas novelas negras, el principal sospechoso siempre parece ser alguien retraído y poco sociable. Y lo mismo en el cine. Travis Bickle cuenta que la soledad le ha perseguido toda su vida y nadie en su sano juicio querría que comparasen su forma de ser con la del personaje de De Niro.

Otra equivocación común es considerar la soledad como un fracaso social. Estar solo no significa sentirse solo. Antes se pensaba que todo aquel que llegaba solo a una cierta edad lo hacía por su incapacidad de socializar y no por decisión propia. Hoy en día, la soledad sigue estigmatizada y llena de prejuicios, pero, por suerte, vivir solo se entiende también como un acto de libertad y de independencia. Esto ha cambiado sobre todo para las mujeres. En otras épocas, la que no se casaba estaba condenada a una vida de desgracia. Como ya dijo Simone de Beauvoir, «las cargas del matrimonio son mucho más pesadas para la mujer que para el hombre” y “las mujeres estamos casadas, o lo hemos estado, o planeamos estarlo, o sufrimos por no estarlo”. En el presente, aunque todavía quede camino, podemos estar solas por el simple hecho de elegirlo así.

Olivia Laing es una escritora que aborda el tema de la soledad desde diferentes perspectivas. Sostiene que ahora tratamos ese sentimiento como algo aterrador, cuando en realidad “surge a partir de cosas como mudarse de casa, cambiar de trabajo o perder a un ser querido”. Laing utiliza el abandono que sintió en su llegada a Nueva York para descubrir las creaciones de artistas que también lo padecieron como Edward Hopper o Andy Warhol. “Hay que combatir el estigma y la vergüenza que rodea la soledad”, defiende la autora.

Montaigne, el filósofo francés creador del tipo de texto que usted está leyendo ahora el ensayo, definió la soledad como un instante de plenitud. Y para Schopenhauer es la suerte de todos los espíritus excelentes. Estar a solas con nosotros mismos es necesario para conocernos, saber lo que queremos de verdad y no dejarnos llevar de forma pasiva por la corriente de lo común. La soledad no tiene nada malo si somos nosotros los que la controlamos y no ella la que nos domina. Sí debe preocupar cuando retiene a una persona que, aun queriendo, no puede salir de su aislamiento.

La soledad involuntaria va ligada a la melancolía que provoca la ausencia de personas con las que compartir momentos. Pero esta circunstancia no es solo dañina para la salud mental, es también muy perjudicial para nuestro estado físico y puede llegar a ser mortal. La soledad obligada equivale a fumar quince cigarrillos al día, aumenta en un 30% la probabilidad de sufrir ictus y cardiopatías y provoca más muertes prematuras que la obesidad.

La soledad en red

Los forenses advierten que cada vez más personas mueren solas en su casa. Cada poco tiempo aparece una noticia sobre alguien mayor que aparece muerto en la soledad de su hogar. El caso que más recuerdo es el de una mujer que falleció viendo la televisión. Los vecinos intuían que la anciana estaba en su casa porque el aparato se oía desde la escalera. Con el paso de las semanas, el olor que desprendía el cuerpo sin vida de la mujer llegó al descansillo y fue entonces cuando el resto de inquilinos del edificio decidió avisar al casero al temerse lo peor.

Lo triste de estos casos no es el hecho de morir solos porque, en definitiva, como sentenció Orson Welles: “Todos nacemos solos, vivimos solos y morimos solos”. Lo triste es que nadie les eche de menos en meses. Esto se debe a que suelen ser personas que o no tienen familia o han perdido el contacto con ella. Las personas mayores son el grupo que más riesgo corre de padecer esta soledad forzada, pero no el único. Según el estudio La Soledad en España de 2015, uno de cada diez españoles es decir, unos cuatro millones de personas se siente con mucha frecuencia solo. El aumento de enfermedades como la depresión y la ansiedad por el aislamiento social ha provocado la creación del Ministerio de la Soledad en Reino Unido. Esta medida, que puede parecer desmesurada y sacada de una obra de Orwell, es la mejor forma de ejemplificar que estamos ante un asunto importante.

El psicólogo John Cacioppo, fallecido el 5 de marzo de este año, argumentaba que exagerar el problema puede banalizarlo y hacer que la soledad acabe en las columnas de consejos. “Cuando el Reino Unido anunció su nuevo ministerio, los funcionarios insistieron en que todos, jóvenes o viejos, están en riesgo de estar solos”, comentaba en uno de sus últimos trabajos. “No obstante, las investigaciones señalan algo más específico. En países como Estados Unidos y el Reino Unido, son los pobres, los desempleados, los desplazados y las poblaciones migrantes quienes sufren más por soledad y aislamiento”. Por lo tanto, generalizar el problema puede dejar de lado a las personas que más ayuda necesitan. Este científico aseguraba que lo cierto es que millones de personas sufren por la falta de conexión social y que con un ministerio o sin él, merecen más atención de la que les ofrecemos hoy en día.

Puede que la generación que está ahora en la edad anciana sufra con angustia las consecuencias de esta soledad, ya que no están familiarizados con la idea de estar solos. Cuando nos llegue el turno a los millennials, en cambio, estaremos más que acostumbrados a la ausencia de un vínculo que nos una al grupo. Lo que viene ahora no pretende ser una visión pesimista o distópica de la realidad. Pero debemos ser conscientes de que, en el ADN de la sociedad actual, en nuestro Zeitgeist, tenemos un gen que, de activarse, nos convertiría en una sociedad todavía más individualista y atomizada.

MADRID SECRETO
Fotografía de Madrid Secreto

Antes de Facebook, Twitter e Instagram, las tres redes sociales por excelencia eran la familia, los amigos y el trabajo. Pero estos tradicionales pilares de socialización se han derribado. Siempre se ha dicho que España es un país muy familiar. Sin embargo, los aires de la globalización han traído nuevas formas de vida como los hogares unipersonales el tipo de viviendas que más crece. En el mundo laboral se ha puesto de moda la figura del freelance. El hecho de trabajar en solitario evita tener que soportar al jefe, pero asimismo suprime las largas charlas de desahogo con el resto de compañeros. Utilizar la propia casa como lugar de trabajo puede resultar agobiante y muchos prefieren trabajar, por ejemplo, en cafeterías con wifi. Sí, Starbucks es la nueva oficina. Y, además, es la excusa perfecta para tener algo de contacto con el mundo exterior.

En cuanto a las amistades, los primeros amigos se hacen en el colegio y corren el riesgo de desaparecer por el auge del Homeschooling. La educación en el hogar es una opción alegal en España que ya practican entre 3.000 y 5.000 familias. Mientras esperamos a ver si el pánico al bullying acaba con los amigos de la infancia, la tecnología está creando relaciones ficticias de amistad entre los adultos.

FOURTHREEFILM.COM
Fotografía de fourthreefilm.com

En Facebook tengo casi 300 amigos, de los cuales un 5% unos quince son personas que sí veo con frecuencia y en las que puedo confiar. El 95% restante de amigos en esta red social sería lo que en la vida real llamaría ‘conocidos’. Gente con la que he coincidido alguna vez, pero a la que a no ser que nos encontremos por la calle solo veo a través de la pantalla. En la práctica, nos relacionamos mucho más con Siri que con la mayoría de nuestros contactos en las redes. Por eso, la película Her Spike Jonze, 2014, a la que pertenece el anterior fotograma, no nos resulta tan lejana.

Hay quienes prefieren los amigos virtuales a los reales. Es cierto que gracias a Internet se puede mantener una amistad entre personas que están en partes distintas del mundo; pero, por mucho que queramos, un círculo amarillo con ojos nunca podrá sustituir a una sonrisa en carne y hueso.

Muchos filósofos han estudiado el efecto de la tecnología en nuestras relaciones sociales. Zygmunt Bauman, entre otros como Gilles Lipovetsky o Umberto Eco, defendía que Internet ha creado “seres solitarios en contacto permanente”. Ha habido un despunte claro en el individualismo. Vemos series diferentes, escuchamos música diferente y leemos medios diferentes. Esta ventaja de la tecnología puede convertirse en un peligro si solo vemos lo que nos gusta, escuchamos solo lo que queremos y leemos solo los medios que refuerzan nuestras ideas. Si no salimos de lo que ya se conoce como burbuja cultural o cámara de eco, vamos a perder nuestra capacidad de empatía y a abrir la puerta a una irremediable soledad. Bauman también señalaba que el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú.

Lo que triunfa es el yo: el mindfulness, los retiros espirituales, viajar solo; y han vuelto a ponerse de moda el psicoanálisis y hasta las autobiografías. Todo con el fin de reflexionar sobre uno mismo. Y está muy bien dedicar tiempo a conocernos a nosotros, pero quizá se nos esté olvidando un poco eso de conocer a otros y cuidar nuestro entorno.

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