Cita con el diablo
Fotografías y Texto: Fausto Jaramillo Y. //
Ella sabía que yo no le iba a creer, y sin embargo me dijo que tenía una cita con el diablo. Para mí, los fantasmas, los demonios, los ángeles y todas cuantas criaturas pertenecientes al más allá de la realidad no son otra cosa que inventos humanos para explicar lo inexplicable y armas poderosas de los poderosos para crear miedo paralizante. El viernes no apareció y por eso sentí el vacío de su ausencia, y quise saber la razón. En un sobre, apenas unas cuantas palabras para decir que debía cumplir con su destino y que desde el 1 de enero, hasta el 6, debía estar en Píllaro, para encontrarse con el diablo.
No, no podía perderla, debía hacer lo posible por explicarle que era conmigo con quien debía estar y no con el diablo. Decidí viajar a Píllaro para encontrarla.
El sábado 2 de enero, en un bus interprovincial llegué a Ambato, la capital de la provincia de Tungurahua, en el centro del país. Desde allí tomé otro bus, esta vez intercantonal, que me llevaría a Píllaro, una pequeña ciudad ubicada en las faldas de la cordillera de Los Llanganates, en el sector oriental de esa provincia. Ahí, la imaginación popular ubica un inmenso tesoro escondido por Rumiñahui, el hermano del Inca, luego de que supo que Atahualpa había sido asesinado por los españoles y ya no se podía detener el sanguinario avance de los blancos barbones hacia este territorio.
Mientras el runnn runnn monótono del motor del carro sonaba, yo pensaba en lo que le diría cuando la encontrara. Debía encontrar mil maneras de convencerla, de que debía cambiar su decisión y volver conmigo. Tal vez le diría que…., no, no eso no; tal vez sería mejor decirle…., no, eso tampoco. En fin, cuando el bus se acercaba a su parada me dije que era mejor no preparar nada y dejar que sea el corazón el que hable libremente y sin tapujos.
En el centro de la ciudad, otro ruido me distrajo: era mi estómago reclamando alimento. Desde que ella desapareció me había olvidado de comer. Un fuerte olor a hornado, a tortillas, a agrio, me atrajo como un imán. El chancho colocado sobre una bandeja parecía recién salido de alguna de las pailas del infierno. De la nariz, de las orejas y hasta de la boca salían unos frutos de aji colorado, mientras el cuero reventado de su cuerpo atraía a mis manos para arrancarle un pedazo.
Mientras saboreaba tan rico manjar de la gastronomía ecuatoriana, seguía buscándola. Mis ojos recorrían la calle de norte a sur y de este a oeste. De pronto, allí estaba, no ella sino él. Si, el mismísimo diablo colgaba de un gancho colocado en el dintel de la puerta de un almacén. Sus ojos saltones en medio de un rostro deforme, más parecido a un animal que a un ángel, con el cuerpo de lagarto y adornados sus cuernos con papel celofán de colores brillantes.
Sentí un impulso y quise enfrentarlo porque desde ese gancho, él me desafiaba, se reía de mí, de mi búsqueda; pero recordé que el Diablo es artero, es traicionero y si me desafiaba, seguramente tendría escondida alguna artimaña para herirme más de lo que ya estaba. No pude sacar mis ojos encima de ese fétido y horrible personaje. Pagué la comida y salí resuelto a acercarme hasta él y escuchar lo que quisiera decirme. La dueña del almacén, solícita, me dijo que ese diablo costaba 1.500 dólares, porque estaba confeccionado con papel cartón y cintas de papel fino, que los cuernos eran originales de reses y cabras y los adornos eran finos y vistosos, pero que tenía otros, de diferentes tamaños y precios.
Eso era, el maldito me desafiaba porque estaba rodeado de todo un ejército de diablos, de diferentes rangos y pertenecientes a diversos cuarteles, divisiones y escuadras. Claro, yo estaba solo y triste porque ella había venido para encontrarse con él, no podía enfrentarme en una limpia y transparente lucha.
Con el estómago bien lleno y saciada mi sed, me dirigí al parque central, donde pensaba encontrarla. Antes de llegar a la ciudad, yo pensaba que Píllaro era, como tantas otras ciudades del país, un centro urbano de campesinos y agricultores, quizás hasta ganaderos. No me había imaginado que la ciudad fuera un mercado gigantesco donde los más diversos productos eran ofrecidos a una inmensa cantidad de gentes que subían, otras que bajaban, o tal vez, subían y bajaban. Pero lo cierto es que era muy difícil caminar entre tanta gente; sin embargo, los comerciantes informales, los vendedores, lo hacían lentamente, pero con alegría y facilidad. Unos ofrecían manualidades, otros refrescos, había quien vendía los más variados estilos y modelos de sombreros y no faltaba quien ofrecía una cerveza y, si fuera del caso, de dentro de su chistera de magos ofrecían una “copita” de cualquier cosa. Pero, lo que no me podía imaginar era que entre los productos ofrecidos estaban incluidos cojines para sentarse en la vereda o pequeños bancos de plásticos aptos para sentarse. ¿Por qué se ofrecían estos adminículos?
Muy pronto sabría la respuesta. Las calles alrededor del parque central estaban atiborradas de gente que pugnaba por colocarse en las veredas circundantes; incluso, en el portal delante de la Iglesia se había levantado una estructura metálica que funcionaba como un graderío que podía servir a unos cuantos centenares de espectadores. Era el medio día y las gradas estaban colmadas.
Entre aquellas buenas gentes estaban representados todos los pueblos, de toda condición social y económica, de todas las religiones y razas de mi país. Allí estaba una familia de blancos ricachones; estaban un grupo de jóvenes estudiantes; una pareja de ancianos de clase media; un bullangero grupo de jóvenes góticos con sus vestimentas negras, sus cadenas y adornos metálicos contemplando como un equipo de fotógrafos preparaban sus poderosas cámaras y lentes. Había tanta y tan variada cantidad de personas que hasta pude distinguir a una monja sentada entre los espectadores ubicados en aquel graderío.
El único que no entendía lo que pasaba era yo. No me interesaba lo que pasaba a mí alrededor. Yo quería encontrarla y la buscaba mirando de lado a lado, recorriendo con mi mirada todos los rincones de esa plaza que me gritaba que dentro de poco se iniciaría una fiesta popular de grandes proporciones.
Otro sonido llegó a mis oídos. Era un sonido que tanto conocía desde mi niñez, un bombo que sobresalía sobre el sonido de trompetas y tubas. Sí, no podía ser otra cosa que una banda de pueblo que se acercaba al parque central de Píllaro.
Yo no podía aguantar ese barrullo. Yo quería la paz del silencio para encontrarla, para verla y poder hablar con ella. Con el sonido de la banda del pueblo, no podría hablar con ella y perdería la oportunidad de decirle lo que quería decirla.
Cuando el reloj marcaba las 14:00, delante de la banda de pueblo, una comparsa de aproximadamente unas 80 figuras diabólicas aparecieron en el parque. Todas ellas vestían de rojo brillante, eran ropas confeccionadas en tela espejo, una medias de medio talle, y zapatos de hule. También pude apreciar que unos cuantos vestían zapatos de cartón. Eso me desubicó: yo siempre pensé que los diablos no tenían pies, sino pezuñas de cabras; pero no, éstos tenían pies y figuras humanas. Lo único que los hacía parecer diablos eran las cabezas enormes unas, pequeñas otras, rojas, verdes, negras deformes todas, con cachos y cuernos, con dientes salidos y filudos que amenazaban con morder a quienes se atrevieran a cruzarse en su camino.
Bailaban al son de lo que tocaba la banda del pueblo y avanzaban por media calle, abriéndose paso entre los miles y miles de propios y turistas que se apiñaban en las veredas. Unas cuantas personas se acercaban a los malditos diablos y posaban con ellos ante las cámaras de los esposos, de los amigos y de los amantes. Era una fiesta en la que los diablos, salidos de los infiernos que en Píllaro se llaman “chacatas” (barrios populares) desataban su alegría y se dedicaban a bailar.
La tarde caía y el sol pronto se iría a dormir. Seguía sin encontrarla. La busqué por todas partes. Emprendí la marcha del regreso y al pasar por un espacio grande al que lo llamaban “descansadero”, la vi. Sí, allí estaba bailando con un diablo y luego con otro, y con otro más, y seguía la ronda. Estaba feliz, seguramente no pensaba en nada, apenas en bailar. Su sonrisa no era para el diablo ni para mí, era para ella, para su espíritu libre y su libertad. Comprendí eso en un segundo.
No me atrevía a acercarme a ella. Tomé el bus de regreso a Ambato.
Tengo la secreta esperanza de que pasado el 6 de enero, cuando llegue el fin de la fiesta de los diablos de Píllaro, ella retorne a llenar el vacío que siento por su ausencia.
Para saber más…