Irenita cerraba los ojos, un cuento de Federico Bianchini
Cuento: Federico Bianchini. Entrevista: Kiko J. Sánchez//
El cronista argentino Federico Bianchini lanzó esta semana un crowdfunding para publicar su quinto libro. En esta ocasión de ficción y titulado Sordidez. Adelantamos Irenita cerraba los ojos,uno de los cuentos que lo integran, y hablamos con él de cuentos, crónica y sueños.
Cuenta Federico Bianchini que a los 11 o 12 años solía ir a casa de un amigo autista. Aunque ese detalle lo conocería después. En esa casa le esperaban una madre feliz de recibir a uno de los pocos amigos de su hijo y una gran biblioteca de comics. Federico y su amigo pasaban las horas allí, cada uno en un rincón de la habitación, leyendo. Aquel le parecía un plan fantástico. Aunque desde fuera, dice, cualquiera podría pensar que eran un simple par de locos. Años después, su amigo terminó internado en un centro y a él, bromea, la pasión por escribir le ayudó, tal vez, a no terminar del mismo modo.
Federico Bianchini ha sido editor de la revista Anfibia, del diario Clarín y La Razón y colabora con medios como Vice o New York Times. Ha ganado el Premio Las Nuevas Plumas y el Don Quijote de Periodismo. Viajó a los confines del planeta y escribió Antartida. 25 días encerrado en el hielo y en los libros Desafiar al cuerpo y Vidas al límite se adentró en la mente de varios deportistas extremos.
Mientras tanto nunca dejó de escribir cuentos. En la mesa de un bar, con un café con leche y unas medialunas, dice. Algunos aparecieron publicados en revistas y diarios. Y ahora, once de esos mundos inventados, dan forma a Sordidez cuya campaña de crowdfunding lanzó esta semana en la plataforma Verkami con el objetivo de llegar a manos de los participantes en mayo de 2018.
Sordidez se inicia con una resaca. Un hombre se despierta entre lagunas, totalmente en blanco, y al agarrar unas extrañas esferas comienza a soñar los sueños de otra gente. Con cada nueva esfera se revela un nuevo cuento –un nuevo sueño- y a su vez la relación del protagonista con esta situación vertebra y cierra el libro.
Llama la atención que sea un personaje externo el que accede a los sueños de otra gente
La idea la toméun poco de El hombre ilustrado. Un libro de Ray Bradbury que siempre me impactó por su estructura. Es un libro de cuentos donde también hay una historia que sirve de enlace. En ese caso es la historia de un hombre que se encuentra con otro hombre totalmente tatuado y en sus tatuajes va viendo distintos cuentos. Los de Bradbury son de ciencia ficción, los míos no, pero me gustaba la idea de poder entrelazarlo y también que el protagonista del último cuento sea el mismo narrador que va uniendo las historias. Eso de algún modo produce un cierre no solo de los cuentos sino también de la historia final.
Dices que no son de ciencia ficción pero elementos como esas esferas que le dan acceso a las historias podrían insinuar lo contario.
Tiene un registro de lo fantástico, claro, pero la idea central de los cuentos son los sueños. Cuando nosotros despertamos a lo sumo recordamos uno o dos sueños y se supone que soñamos decenas o cientos por noche. De algún modo me interesaba eso: los sueños que nunca se recuerdan, los sueños olvidados. Que fueran sueños que van apareciendo escritos y que el personaje-narrador no los recuerda ni sabe que los soñó; que él no domina ni sabe que existen, pero que van apareciendo expuestos para que el lector los lea. Porque es el lector el que sabe que son sueños, el personaje no es consciente de que sueña.
Decías en la presentación de este proyecto que los cuentos son de algún modo una manera de escaparde una realidad que a veces te aburre.
Sí, a veces la realidad me parece muy aburrida y me dedico a escribir ficción. Aunque hay otros momentos en que la realidad me parece del todo inverosímil y decido tomar los temas tal y como están y llevarlos a la crónica. Pienso en los géneros como en juegos que tienen diferentes reglas. Por eso, cuando algún alumno en algún taller me pregunta por qué no se puede inventar al escribir crónica la respuesta es sencilla: porque no es necesario. Si uno escribe una crónica tiene que hacerlo de la realidad. Si no, puedes escribir un cuento. Los géneros están ahí y cada uno decide cuando sumergirse en uno u en otro.
¿Y en tu caso cómo ves ambos géneros?
La crónica la veo como más estructurada, es como si te dieran un rompecabezas y te dijeran armalo; en la ficción el rompecabezas está en blanco y vos decidís qué formas tienen las fichas, si el rompecabezas va a ser cuadrado o rectangular o en dos o tres dimensiones. Uno tiene que construir un mundo. Incluso el pacto de lectura es distinto: en el cuento tienes que escribir una historia que resulte verosímil y en la crónica se supone que lo verosímil ya está dado. Uno lee una crónica y sabe o confía en que eso es verdad y cuando lee un cuento tiene que creer que eso es verdad. Y esa es la dificultad y uno de los mayores atractivos del cuento
Este es tu primer libro de cuentos
Los cuentos los escribí del año 2000 a esta parte. Yo escribí cuentos desde antes de empezar a estudiar periodismo y siempre me gustó su estructura y esa libertad que da el género. Y no había publicado un libro con ellos porque la ficción la concibo como algo más lúdico, más placentero y personal. Vivo de escribir crónica, de editar crónica y periodismo y hasta ahora estaban en un terreno que no tenía que ver con lo comercial. Porahítambién el tema del crowdfunding, como algo que no tiene que ver totalmente con el mercado.
Te decides por un crowdfunding pese a haber publicado tus libros de crónica en grandes editoriales.
Cualquiera que piense en una asociación entre cuentos y mercado se dará cuenta de que tiene que dedicarse a otra cosa. Me parece que es un género muy menospreciado comercialmente. Y me resulta paradójico; uno podría pensar que hoy, con Twitter, los 140 caracteres, la brevedad y la rapidez en todo, el cuento podría adaptarse mejor a este frenetismo que la novela y, sin embargo, se venden muy poco y las editoriales grandes lesprestan muy poca atención.Y esaes una de las razones que me llevó al crowdfunding.También que algunas veces cuando viajo, o estoy en la feria del libro de algún país, siempre alguien me pregunta por cómo conseguir mis libros. Y me interesaba no tanto que el libro saliera y se publicaran miles de ejemplares sino que el que tuviera ganas de comprarlo pudiera conseguirlo y leerlo.
¿Te inspiran de algún modo o hay algo de tus crónicas en tus textos de ficción?
Totalmente. Varios lo han dicho: uno no puede inventar algo que no conoce. Uno no puede crear desde la nada. Es importante para mí, para que los cuentos y la ficción sean sinceros, basarse en cosas que uno conoce. Ensentimientos, sensaciones. Es algo que Abelardo Castillo, un gran escritor de cuentos argentino, contaba siempre. Éldecía que no necesariamente uno tiene que haber vivido una situación para poder escribirla y poder contarla, pero sí es obligatorio pensar cómo se podría haber sentido. Eso lo relaciono con los otros libros que escribí, cuando hablando con psicólogos deportivos me decían que los atletas olímpicos a veces se entrenan en habitaciones cerradas, imaginando que tienen que resolver una determinada situación. Y los atletas, con los ojos cerrados, empiezan a maniobrar, sentados en el piso, y el entrenador contaba que los ve transpirar, como si ellos estuvieran realmente en el agua. Y es que, para el cerebro, cuando ellos imaginan que están en el agua, esas reacciones que se producen mentalmente son iguales a las que se producirían si estuvieran en verdad en el agua. Así que, cuando ellos están en la competición,ya saben qué tienen que hacer porque de algún modo ya lo hicieron. Yo creo que en la ficción pasa algo parecido, porque son situaciones que uno no vivió pero que de algún modo uno piensa qué sucedería estando en esa situación, cómo reaccionaría, y trata desde ahí de construir esas escenas y esos personajes.
¿De dónde surge el cuento Irenita abrió los ojos que hoy avanzamos en Zero Grados?
La base de ese cuento es una historia real. El mito familiar dice que una tía abuela de mi papá podía hablar con los muertos y tenía poderes adivinatorios. De hecho, dos semanas antes de que muriera mi abuelo ella escribió en un papel “Ese ser pronto abrirá los ojos a la clara luz del infinito”, y todo el mundo se maravilló por la frase,aunque nadie entendió por qué la había escrito; dos semanas después falleció mi abuelo y quedó en la familia esa creencia. Yo que soy un poco más pragmático tomé esa historia y la transformé en este relato.
Irenita cerraba los ojos
Cuando era chico me encerraba en el baño.
Bajaba la tapa del inodoro y me quedaba quieto, muy quieto, esperando que algo se moviera.
Podía pasar una hora sentado; esperando que de la canilla saliera sangre o que un pájaro de alas negras surgiera del fondo del espejo y aleteara furioso sobre mí.
Recuerdo los golpes en la puerta.
¿Estás bien?
Mi voz: estoy quieto.
Dale. Salí, que necesitamos entrar.
Pero nunca pasó nada hasta la noche de verano en la que mi madre, frente a una enorme fuente rosa de cerámica, antes de servir los espárragos, me preguntó qué hacía cuando me quedaba solo.
Espero, le dije. Espero que pase algo.
¿Algo como qué?
Cosas, dije.
Qué cosas, dijo mi padre.
Distintas cosas.
¿Qué alguien golpee y te diga que salgas?, dijo mi madre.
No, eso no.
Decí lo que esperabas recién, dijo mi padre.
Esperaba que un trueno rompiera la pared y todo temblara.
Mi padre no dijo nada. Mi madre tampoco pero lo miró, como si hubiera dicho.
Ese viernes me llevaron a la casa de la tía Irene.
De las tres hermanas de mi papá, Irene era la del medio.
La tía Irene vivía en Haedo. Para ir a la casa había que tomar un colectivo y un tren y después otro colectivo.
Desde hacía años, mi padre no hablaba con la tía Irene.
Mi madre me llevó hasta la puerta de la casa y tocó el timbre y me dio un beso en la frente.
Se fue caminando. Antes de que la tía Irene abriera, la vi doblar en la esquina.
La tía Irene era muy flaca y muy arrugada y tenía el pelo largo hasta la cintura. Llevaba una especie de vestido blanco y sandalias marrones.
Después de abrir, me dio un beso y me llevó a la cocina.
Yo me senté en una silla de madera y ella me dijo que esperara.
Esperé, pero no como esperaba siempre.
La tía Irene volvió y me mostró el puño.
Qué tengo en la mano, dijo.
Una llave, dije yo.
¿Cómo sabías?, dijo ella.
No sabía, dije yo.
Nos vamos a llevar bien nosotros, dijo la Tía Irene.
Lo habían descubierto cuando era chica. Ni mi padre ni sus otras hermanas querían jugar con ella. Se aburrían. Fue un tío el que le hizo la primera prueba. Escondía un billete o una golosina y le decía que la buscara. Irenita cerraba los ojos y caminaba sin dudar.
Aflojaban los bulones de un inodoro, escondían la moneda en una masa de pelos y barro y pelusas, volvían a atornillarlos y la llamaban. Irenita venía caminando desde el patio, cerraba la tapa, se sentaba y decía: acá abajo.
Y si sus hermanas descosían el ruedo de un vestido viejo, colgado en el placard, y escondían una carta. Al día siguiente, el sobre aparecía abierto.
Los bombones se derretían debajo de una frazada o en el cajón de los zapatos o dentro de una enorme tinaja con flores retorcidas y lánguidas y aún así, después del almuerzo, a la hora de la siesta, Irenita sonreía azucarada.
O ella, la lapicera en la mano, frente a la mesa redonda cubierta por un paño verde. A su alrededor, amuchados, tíos, primos y algún vecino que quería comunicarse con un familiar muerto o un antepasado al que no había conocido.
Irenita cerraba los ojos y, como si fuera a cantar, vocalizaba.
Bla, bla, bla, susurraba. Bla, bla, bla.
Se quedaba en silencio unos minutos. Y la mano rígida empezaba a escribir; las letras grandes, el trazo firme y decidido.
Mensajes directos, consejos o alguna frase que no terminaba de entenderse.
Son los nupciales trópicos ya tascados, El recuerdo de su pena lo fue ahogando, No te des por vencido ni vencido, Memé sabe de qué hablamos esa tarde, Deberías hacerlo sin cuestión, Con dos o tres palomas, un ciego discute el amarillo brillante.
Irenita recién se daba cuenta de lo escrito cuando se despertaba, de golpe, tras un grito de miedo, como si hubiera soñado pesadilla.
Durante muchos días, en una libreta verde nacarado, su hermana Mercedes con letra prolija, tinta azul y lapicera pluma cucharita fue transcribiendo los mensajes.
Algunas tardes de verano, durante el bochorno de la siesta, las hermanas jugaban a leer la libreta. Trataban interpretar las palabras que Irenita había copiado.
Una tarde de domingo, Irenita escribió “pronto ese ser abrirá los ojos a la clara luz del infinito”.
Una semana después, treinta años antes de que yo naciera, mi abuelo Fortunato murió a los 49 años.
Cuando llegué a la casa de Haedo no sabía nada de todo esto.
Vas a elegir un cuarto, dijo la tía Irene.
Me fue contando las historias mezcladas. Como si comiera uvas de varios racimos.
Vivía en un enorme caserón antiguo. Recorrí las habitaciones y elegí una cama junto a la ventana: desde ahí se veía el patio. Me daban un poco de miedo los techos altos del cuarto, la lamparita desnuda colgando de los cables, pero el resto de la casa era peor.
¿Estás seguro de que querés esa cama?, dijo la tía Irene.
Sí, dije yo.
¿Por qué?, dijo ella.
No sé, dije yo.
Es una buena elección, dijo ella y me preguntó si tenía hambre.
Tenía. Me preparó un plato de hígado con cebolla y orégano. Y un té digestivo: té de burro o hierbabuena.
Después, me acompañó hasta la pieza.
Antes de apagar la luz dijo: en esa cama murió tu abuelo Fortunato.
Me soñé en ese cuarto: un hombre de pie y chaleco, espalda ancha, los brazos cruzados, me miraba.
Al día siguiente, me despertó una calandria. En la cocina, me encontré a la tía Irene. Desayunamos juntos.
Qué tengo en la mano, dijo.
Un dado, dije yo.
Y entonces ella dejó el dado sobre la mesa y me contó la historia de sus juegos, de mi abuelo Fortunato y dijo que por eso mi padre no le hablaba desde hacía muchos años.
Cuándo empezaste a adivinar, dijo la tía Irene.
Nunca adivino, dije yo.
Pero sabés, dijo ella.
Pero sé, dije yo.
Y ella dijo que, a veces, saber complica las cosas.
A la tarde, me dijo si quería conversar con los otros, pero le dije que mejor no. Así que me preguntó si tenía ganas de conocer el jaulón.
En el patio, contra una de las paredes, había un enorme jaulón.
Entra rápido y cerrá la puerta, dijo ella.
Entré y cuando cerré la puerta, cuatro o cinco diamantes con plumas amarillas, verdes, negras y turquesas me rodearon. La tía Irene entró y los pájaros se fueron.
¿Te gusta el canto de los pájaros?, dijo ella.
Silbó y entre nosotros volaron zorzales, canarios, calandrias y cabecitas negras y otros que ella me fue señalando uno por uno con sus nombres.
Ahora probá vos, me dijo.
Yo silbé a los diamantes y los demás pájaros se quedaron callados y silbé a los zorzales y sólo ellos cantaron y sumé a los jilgueros aunque su sonido quedó un poco tapado por los demás que, de pronto, parecieron competir a ver quién piaba más fuerte.
La tía Irene aplaudió y de entre las plantas apareció un enorme pavo real blanco que caminaba arrastrando la cola.
Te toca a vos, me dijo.
Y yo pensé y el pavo levantó las plumas del piso aunque después las bajó.
Más fuerte, dijo ella.
Pero aunque traté el pavo siguió mirándome con cara de incrédulo.
Te falta ejercicio, dijo ella.
Y el pavo, como si golpeara el aire con las plumas, abrió la cola majestuoso y dio varias vueltas sobre sí mismo.
La tía Irene me dijo que hacía mucho que no se sentía tan bien.
Hacía mucho que no podía compartir esto con nadie.
Y cerró los ojos y se le marcaron algunas arrugas.
Bla, bla, bla, dijo y el pavo, la cola abierta, empezó lento a levantarse del suelo hasta que, cuando estaba a la altura de mi cintura, de pronto, el pavo y la tía Irene se cayeron al piso, sólo que el pavo flotaba, así que dio un graznido y se echó a correr.
Me acerqué y le pregunté si estaba bien.
Dijo sí, pero muy cansada.
Un jilguero se acercó y le picó un mechón de pelo.
La ayudé a que se levantara.
Entramos a la casa.
Ya anochecía. Comí tortilla, mientras la tía Irene tomaba un té, el jilguero dándole vueltas alrededor de la cabeza.
Luego, el pájaro voló hacia el patio y ella me acompañó a mi cuarto.
Esa noche no soñé, pero al despertarme supe. Fui a la cocina y la encontré limpiando.
Quiero volver a la casa de mi madre, dije.
Por qué, dijo ella.
Porque hay cosas tristes que se saben pero no se pueden cambiar, dije.
Ella dijo que yo tenía razón.
A la clara luz del infinito, dije y me puse a llorar.
La tía Irene se acercó y me acarició la cabeza.
Me pidió que le prometiera algo.
Qué, dije.
Pero ella no dijo nada. Me miró y los ojos se le pusieron negros como de pájaro.
Almorzamos y a la tarde, mi madre me fue a buscar.
Tomamos un colectivo, un tren y otro colectivo.
Cuando llegué a mi casa, mi padre no estaba.
Mi madre salió a hacer las compras al supermercado y me dejó solo, así que me encerré en el baño a esperar. Pero no pasó nada.
Al rato volvió mi padre. Y en la cena, mientras comíamos, lo miré y sentí que los ojos se me ponían negros.
Le pidió disculpas a mi madre y se levantó de la mesa.
Cuando me fui a dormir, un rato más tarde, al pasar por su estudio lo escuché: parecía que nunca más iba a dejar de llorar.