Motosierras
Texto: Elisa Navarro//
Que me llamen hippie, ecologista o rara, pero no lo soporto. Árboles condenados al invierno aun estando en primavera. Árboles que ya no son árboles sino lo que queda de ellos. Podas descomunales para las que solo me queda una palabra: salvajada.
Como todos los años, viene siendo habitual en mi pueblo —no diré el nombre porque lo cierto es que poco importa; es más, ojalá solo pasase en mi pueblo— una poda descomunal que deja literalmente a los árboles lisiados. “Es para que luego crezcan más fuertes y sanos”, dicen, —o, directamente, para que algún día ya no tengan la fuerza suficiente para seguir haciéndolo—. Con ese argumento maravilloso que te hace creer que, además, lo hacen por su bien, debes resignarte a verlos sin hojas hasta bien entrada la primavera, o a este paso el verano. Una cosa está clara, los árboles tienen mucha fuerza, la suficiente como para seguir brotando cada año a pesar de las escabechinas; la fuerza —aunque puede que ya sea inercia— de seguir haciendo su trabajo aunque el reto sea cada vez mayor.
Cuando los veo todavía tan desnudos, no puedo evitar imaginarme la vida que bulle dentro de ellos y que, por los caprichos de una motosierra despiadada, no pueden proyectar al exterior. Árboles asfixiados, tras haberles cortado una serie de ramas esenciales que servían de ligamento para el nacimiento de sus hojas. Árboles con muñones y un pigmento de color que se les aplica sobre las cicatrices para que, por lo menos, al pobre, no le ataquen las plagas —¡qué buenos son!—. Árboles que ya no son árboles, sino cualquier otra cosa. Esperpentos. Frankensteins de la naturaleza que siguen erguidos porque no les queda otro remedio. Seres vivos que permanecen ahí porque, a diferencia de otros, no tienen pies para echar a correr.
Me pregunto ahora qué habría pasado si la motosierra nunca se hubiera inventado —si es que se le puede echar la culpa a la motosierra—. Ese invento creado, como la mayoría, para hacer la vida más fácil —la de los humanos, claro está—. Motosierras que acaban sin pasión con ramas robustas que son precisamente las que hacen del árbol un árbol y no una escultura abstracta. Y, aunque puede que en mi pueblo —o en cualquier otro—, los encargados de “podar” tengan complejo de artistas contemporáneos, por favor, con los árboles no.
Quizá te preguntes qué hago hablando de árboles con la que está cayendo en el mundo. Sencillamente porque equiparo la importancia de este tema con el resto de cuestiones que, en cambio, sí preocupan a la mayoría: política, economía… ¡FÚTBOL! Si no somos capaces de luchar por el respeto hacia un ser vivo que habita tan cerca de nosotros, me cuesta imaginar el que nos involucremos en otros asuntos que ocurren a cientos de kilómetros de nuestras casas.
Puede que el famoso “no sienten nada” sea la excusa más eficaz para hacer con los árboles lo que se nos antoje; el creer que son meros elementos ornamentales que, aunque “no sienten nada”, fíjate, están vivos. Y que, además, se encargan de producir el oxígeno que respiramos y de hacer de este planeta un lugar un poquito más limpio, menos contaminado —nimia responsabilidad—.