La llegada de la poesía a internet
Guillermo Rodríguez //
Según el Comercio interior del libro en España, en 2019 la materia de ficción de adultos representó una quinta parte de la facturación total y de los ejemplares vendidos dentro del mercado librero. Los libros de poesía y teatro (que se miden juntos) representan un 1,5% de la ficción de adultos, lo que se traduce en un 0,5% del total de libros vendidos y un 0,3% de la facturación total. A pesar de que las cifras puedan parecer bajas, la poesía ha experimentado un crecimiento exponencial desde 2010. Ese año, el sector del libro, como casi todos, sufrió una crisis sin precedentes al reducir en un 10% sus ventas, un 20% si contamos desde el 2008. Cinco años después, en 2015, el Comercio interior del libro en España registró un aumento en el apartado de poesía y teatro del 26,5% respecto al 2010. Un incremento que se ha ido estabilizando, pero que no para. En 2016 el subsector de la poesía creció un 4,3 por ciento, lo mismo que el sector de poesía y teatro desde 2017 a 2019.
Este crecimiento tan agresivo no es sino fruto de un profundo cambio en el mundo de la poesía. Las claves de este cambio son muy variadas –de sociológicas a económicas, pasando por culturales–, pero se puede decir que, a fin de cuentas, la culpa de todo la tiene Internet.
La llegada de los millennials a la poesía
Una transformación tan radical no podría explicarse sin un cambio generacional: los millennials. Se trata de la primera generación vinculada al ámbito digital y a las nuevas tecnologías. Los primeros jóvenes que utilizaron Internet y las redes sociales, herramientas fundamentales para explicar el mundo hiperconectado que hoy conocemos. Las llaves que han abierto definitivamente las puertas de la “aldea global” y han convertido en prosumidores –productores y consumidores– a los usuarios electrónicos, conceptos propuestos y vaticinados por McLuhan.
Esta facilidad para hacer público lo que uno quiera sin filtros dista mucho de la poesía tal y como se presentaba a principios de siglo en España. Lo ilustrado y lo culto que caracterizaban a la lírica se había convertido en exclusivo y cerrado, un género asociado a lo burgués. Esta concepción elitista era muy contraria a la tendencia popular que se había venido tomando hasta el siglo XX y que sigue creciendo, lo que alejó la poesía de los lectores.
La generación millennial, marcada por una crisis económica y ética, caracterizada por la indignación y el desconcierto, tenía ganas de expresarse y mucho que decir, los ingredientes perfectos para la producción poética. La sensación de que el mundo de la poesía era impermeable y no representativo de la clase media y de la juventud llevó a un proceso de democratización de la poesía a través de Internet. Con más voluntad que conocimiento, nació una generación de poetas de lo que Marc Prensky denominó nativos digitales. Estos fueron, en primera instancia, poetas que utilizaban las distintas plataformas de Internet en busca de la autopromoción, distribución o la convocatoria de eventos. Estos eventos, recitales en su mayoría, dieron lugar a un fenómeno que se popularizó en las grandes ciudades: las jam sessions o micros abiertos, una idea proveniente de la música. El bar pionero y más popular que acogió estos recitales fue el Bukowski Club, en el barrio madrileño de Malasaña, de donde salió, por ejemplo, el poeta Escándar Algeet, que ahora regenta el Aleatorio Bar junto a Carlos Salem, escritor, periodista y cocreador del Bukowksi.
El surgimiento del poeta pop
El surgimiento del género en un ámbito digital trajo consigo características muy distintas a lo visto anteriormente. Entre ellas, destaca la inmediatez y la fugacidad del mensaje frente al anhelo de trascender con el cuidado formal y discursivo del poeta tradicional. El nativo digital se caracteriza por una individualidad y un ansia de reconocimiento personal propias de la sociedad actual, en la que las redes sociales exacerban la imagen de uno mismo convirtiéndola en pública. Así es como la figura del poeta actual se ha convertido en lo principal de su obra, no su obra en sí, dando lugar a lo que Martín Rodríguez-Gaona ha denominado poesía pop tardoadolescente. Se trata de una lírica en la que el autor se asemeja al concepto que tenemos de una figura pop, un concepto muy vinculado a la música, de la que han salido muchos autores de este tipo de poesía como Marwán, quizás el más sonado, Guille Galván, de Vetusta Morla, o los raperos Nach y Rayden. Este tipo de personajes cuya popularidad proviene de un mundo ajeno –aunque estrechamente relacionado– a la lírica son el paradigma de la imagen que vende sin importar demasiado su obra. Pero con las redes sociales, hoy en día no hace falta ser cantante para ser famoso. Este es el caso de los influencers, que han creado un personaje de cara a la gente de las redes, ganando importancia como iconos, en detrimento, en el caso de los poetas, de su obra.
La primera cara conocida de los nativos digitales fue la poeta, periodista y editora Luna Miguel, que lideró la democratización poética en sus primeros compases con la creación de una comunidad poética gigante y de alta calidad a partir de su blog que más tarde dio lugar, en 2011, a la antología Tenían veinte años y estaban locos, en la que participan poetas del calado de Unai Velasco y Berta García Faet, ambos ganadores del Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández. Otra comunidad importante, creada por Carmen G. de la Cueva, fue La Tribu de Frida, convertida en la revista online La Tribu: una habitación compartida desde 2015, ahora bajo el nombre de Una casa propia, con un ideal feminista muy marcado que caracteriza al movimiento en general. Además de espacios virtuales comunes, se crearon pequeñas editoriales independientes como La Bella Varsovia, fundada por la prestigiosa poeta Elena Medel, o El Gaviero Ediciones, que tenían el afán de conseguir, además de una poesía más abierta, una ansiada autogestión.
La capitalización de la nueva poesía
Sin embargo, el mercado acaba devorándolo todo y, al darse cuenta del éxito de estas pequeñas editoriales y la oportunidad que suponía la explotación de perfiles poéticos populares en redes que habían llegado a convertirse en celebridades o influencers, las editoriales y los medios comenzaron a capitalizar esta experiencia artística. Fue entonces cuando figuras no vinculadas a estas comunidades literariamente más cuidadas (aunque alejados del formalismo tradicional) y con un carácter más identitario, gozaron de la oportunidad de ser reconocidos no solo por un público popular e inculto poéticamente hablando, como es el de las redes, sino por un público más exclusivo y letrado como se supone que es el de los libros. La explicación del éxito entre ambas parroquias radica en que se trata del mismo público, ya que no existe un control de calidad literaria, sino un mercado que actúa guiado por los beneficios económicos.
Para llegar a la raíz de este asunto, hay que remontarse a las razones por las cuales el mercado ha llegado a tener el poder de determinar la calidad de las obras literarias. Ante una bajada de las ventas, una reducción del apoyo público al sector y una menor apuesta privada por la falta de rentabilidad se produjo, en la primera década del siglo XX, un proceso de apropiación, por parte de editoriales y medios de comunicación, de la crítica y el control de calidad de las obras. De esta forma, la institucionalidad literaria debilitada y poco modernizada se entregó al puro mercado con más miedo que vergüenza.
Una grieta entre la nueva generación de poetas
El panorama generado por esta situación se muestra de forma clara con el Premio Espasa de Poesía. El afán de capitalizar este tipo de poesía llevó a la editorial Espasa, del poderoso Grupo Planeta, a crear una colección en 2015 llamada “Espasa es Poesía”, dedicada a los autores, y un galardón para los mismos. Este premio dio lugar a una situación surrealista cuando, en septiembre de 2020, fue entregado a Rafael Cabaliere, un autor desconocido para el público propio de esta lírica. Se trataba de una cuenta de Twitter con 714.000 seguidores (hoy casi un millón) y unos 400 seguidos que solía compartir frases como “16 de marzo. / No es casualidad cuando la vida / te aleja de personas. / No insistas en traerlas”. De forma inmediata, se corrió el rumor de que la cuenta era en realidad un bot, es decir, un programa informático que efectuaba automáticamente tareas reiterativas mediante Internet a través de una cadena de comandos. Tal fue el escándalo que tuvo que salir la editorial a desmentirlo, publicando un vídeo del autor en cuestión agradeciendo el galardón.
Al igual que ocurrió con Cabaliere, la youtuber Irene X y el twittero Redry, ganadores del Premio Espasa, Elvira Sastre, una de las poetas mejor valoradas de esta hornada, se hizo en 2019 con el prestigioso Premio Biblioteca Breve otorgado por Seix Barral, lo que no sentó nada bien a la crítica. El éxito en los galardones por parte de los poetas pop tardoadolescentes que a principios de la década habían ido a parar a manos de los primeros nativos digitales, ha abierto una brecha entre ellos. Este distanciamiento se traduce en palabras con la discusión entre el crítico Unai Velasco con su ensayo 50 kilos de adolescencia, 200 gramos de Internet, donde critica la calidad y el excesivo reconocimiento de los poetas pop y la hipocresía de figuras tradicionales como Luís García Montero y Benjamín Prado legitimando esta poesía por intereses económicos; y el poeta Vicente Monroy con su respuesta “Yo no escribo poemas”, donde defiende a los premiados equiparando la poesía de Irene X con la de Elena Medel.
Lo cierto es que este proceso liderado por Internet y acaparado por el mercado ha llevado a una situación paradójica en la que lo que surgió como una revolución contra el poder de las editoriales ha acabado absorbido por el poder de las editoriales. La revolución se ha dado, sí, pero han sido cambios que han acabado beneficiando a quien los provocaba. El mercado ha conseguido capitalizar tanto lo bueno de la poesía que se propuso –la democratización, la frescura e incluso el feminismo–, como lo malo –la viralidad y la disminución de calidad–. En esta, como en tantas otras revoluciones, ha acabado ganando el mercado.